Es impensable incursionar en la operación hotelera sin un conocimiento profundo de nuestro mercado meta; esto es, dominar los comunes denominadores de la conducta y/o propósito de cada individuo que integra nuestros nichos cautivos o potenciales. Las acciones que integran y dan forma a nuestra prestación de servicio necesitan estar dirigidos a huéspedes y clientes para dar resultados de calidad, a pesar de los mitos en torno a la medición de ésta, su existencia, permanencia e innovación.
Como nada se puede evaluar cuando no se puede medir, necesitamos encontrar los mecanismos para evaluar nuestra entrega de servicio a través de la medición de la calidad, la cual, incluso, se puede hacer tangible y palpable en nuestra industria. Basta con comparar banalmente la entrega del servicio con una pizza a domicilio: presentación, temperaturas, y todo lo objetivo y expuesto a los cinco sentidos, porque si no lo entregamos en el tiempo prometido, y en la forma prometida, por ejemplo, a alguien le puede salir gratis y al otro, muy (muy) caro.
La calidad va en función de lo que esperan de nosotros y de lo que nuestro mercado está dispuesto a pagar bajo una relación precio-valor establecido desde nuestra planeación estratégica; entonces, la calidad no tiene ningún valor si la separamos de las expectativas de aquellos a quienes servimos, y como todas nuestras acciones están sujetas a juicios conscientes o inconscientes por parte de huéspedes y clientes, decimos que nuestra cotidianidad en el servicio está llena de «momentos de verdad» que impactan en la experiencia de éstos.
Esos juicios no existirían si no hay expectativas de por medio y necesitamos todos los juicios positivos para crear y mantener un negocio rentable y bien posicionado. Cada contacto que el huésped o cliente tiene con la entrega del servicio está sujeto a la valoración y al juicio. Él espera que lo reciban; espera un saludo y una sonrisa, una habitación disponible, una pluma para firmar la verificación o voucher, ayuda con su equipaje, instrucciones sobre nuestras instalaciones, un mapa de la ciudad, una bebida a su llegada…¡y ni siquiera ha entrado a su habitación en la que pasará una estancia de ocho días rodeado de seis centros de consumo, boutiques y campo de golf! De ahí emanan justamente los cientos y cientos de estándares que conforman los manuales de sistemas y procedimientos hoteleros, cada uno “calificable”, cuantitativo y objetivo.
Entonces, ¿cómo podemos prometer calidad si no conocemos las expectativas de nuestros huéspedes y clientes? ¿Cómo podemos asegurar que nuestras acciones van encaminadas a superar expectativas si no conocemos las de los demás? La calidad se logra cuando esas acciones empatan con las expectativas de quienes visitan. Si no apuntamos bien, no «le atinamos»; si no observamos atentamente, tenemos un blanco borroso y a veces, para muchos, invisible.
Formamos día a día expectativas sobre las expectativas de nuestros huéspedes y clientes y corremos ambas partes riesgos importantes si no satisfacemos las mutuas. ¿Podemos equivocarnos sobre lo que esperan de nosotros? En verdad no, o muy poco, cuando diseñamos nuestros procedimientos y estándares como un mínimo indispensable, más allá de un instructivo rígido, que se traduzcan en acciones creativas y que provoquen sorpresas positivas y memorables para mantener huéspedes y clientes leales, más que frecuentes, que hoy por hoy, no es lo mismo.